Joan Sellent i Arús
IMÁGENES DE ARCHIVO
Una mañana de invierno de 1970 Xavi Caba venía de comprar el periódico en “cal Creus”. Bajaba por la calle Mayor, drim, dram, avanzando ligero, con aquellas zancadas que no provenían de ninguna prisa especial sino de la largura natural de sus piernas.
Caba caminando por Castellar –alto, zanquilargo, bien plantado y con una leve inclinación de aristócrata bohemio en el hombro izquierdo- es una imagen presente en el recuerdo de muchos, en un amplio repertorio de secuencias más o menos veladas, más o menos definidas. La de la calle Mayor existe materialmente, porque la plasmó la cámara de super ocho de Josep Vidal; las otras, en cambio, son inmateriales y no pertenecen al dominio público: cada cual las conserva en el archivo de la memoria y se las puede proyectar a su voluntad, siempre con ligeras variantes pero dentro del marco de una misma tonalidad y unas mismas cadencias, como una improvisación de jazz.
A veces se trata de imágenes mudas; otras veces se enriquecen con aquella voz pausada y profunda que te vuelve a obsequiar con un léxico y unas expresiones intransferibles: “Hòstica tu, divinament”, le oyes decir, cuando una voz en off se interesa por su estado general o le pregunta cómo se lo pasó viendo determinada película, asistiendo a un concierto, saboreando un queso, preparando una paella… Y las imágenes, tal como han llegado, se van fundiendo recalcadas por la banda sonora de una risa franca y contundente.
Cada cual debe de tener su propia filmoteca imaginaria de Xavi Caba. La mía se inicia en blanco y negro y con un Caba mítico, distante; un Caba que ya hacía la mili cuando yo apenas había nacido. En las secuencias más borrosas es el amigo de mi padre y de los padres de mis amigos, con los que mantiene conversaciones de persona adulta; es el hombre que ha nacido y vive en Castellar, al lado mismo de casa, pero que rezuma un aire de cosmopolita que no se sabría decir de dónde le viene; el artista del que un buen día oigo decir que se ha ido a París (banda sonora de acordeón, Edith Piaf, Sydney Bechet: ¡Caba se ha ido a París! ¡Ya se veía venir!), el afrancesado que vuelve a Castellar los veranos y baila rock and roll y foxtrot en la verbena (banda sonora: ¡Orquesta Maravella, Pensilvania seis, cinco mil!)…
Las secuencias que ya se me hacen más nítidas, sin embargo, son las que arrancan diez o doce años más tarde, cuando Caba ha abandonado Montparnasse y se ha instalado de nuevo en la carretera de Sentmenat. Éstas ya son en color. A partir de aquí se va definiendo un hombre cada vez menos mítico, cada vez menos distante, tan poco bohemio como poco aristocrático (excepto en el porte): el Caba auténtico, en definitiva. El hombre de mediana edad, profesional serio, disciplinado y metódico, pero capaz también de ilusionarse como un adolescente con sus diversas aficiones y con cualquier proyecto que le pueda divertir, poniendo en ello los cinco sentidos y sin que se le caigan los anillos, porque ni lleva ni ha llevado nunca; el hombre que colabora con entusiasmo en un documental amateur sobre su pueblo, para el que hace de guionista e incluso de actor (la escena de la mañana de invierno, viniendo de “cal Creus”)… Y es a partir de aquí, de la experiencia compartida de haber colaborado en la película de Vidal, como el vecino artista se me va haciendo accesible y se me va haciendo amigo y, como por arte de magia, se esfuman los veinte años de diferencia que nos llevamos.
De todos los años posteriores en los que tuve la suerte de frecuentar a Xavi Caba y compartir aficiones, amigos y ratos, la memoria conserva una mezcla de secuencias, escenarios, bandas sonoras y paisajes muy diversos: noches y tardes de jazz en Terrassa, sesiones matinales de domingo en el Palau de la Música, sobremesas en el bar Pi, paellas memorables, Granera, Sant Miquel de Cuixà… y Caba caminando por Castellar, dril, dram, del taller de cerámica de Girbau al sótano de su casa donde le esperaba un cuadro a medio pintar, una ilustración recién iniciada o unas fotos acabando de secarse en el cuartito oscuro.
Ya hace siete años que Xavi Caba se volvió a marchar –esta vez definitivamente-, y nos dejó un legado tangible que ahora se ha reunido en esta exposición antológica. Poder ver expuesto públicamente, durante unas semanas, el producto de una vida marcada por una concepción del arte tan honesta como reñida con la impostura, de un envidiable oficio que no bajó nunca el listón, es una oportunidad que no se presenta a diario. En efecto, el recuerdo de su humanidad afable y vital y la posibilidad de proyectarnos íntimamente las imágenes de los momentos compartidos con este hombre bueno que fue Xavi Caba son un legado intangible sin calendario ni fecha de caducidad; un legado que, por mucho tiempo que vivamos y mientras la memoria no nos flaquee del todo, nos servirá de consuelo a todos quienes tuvimos el privilegio de contarnos entre sus amigos.